INEPTITUD por Sam Scholl
Pulido se reía a carcajadas junto con el chofer basuquero, Bigotín, de los horrores que decía el bodeguero, y a veces creía, que había entrado a trabajar en una especie de circo de monstruos, uno más raro y esquizoide que el otro. Pero él no era un angelito tampoco, aunque no sabía por qué tenía que ver, con dolorosa resignación, cómo permitía que el jefe de bodega-cuando ya entró en confianza con él- le llamara de manera dulce y posesiva,“mi maricón”, mientras le agarraba la rodilla. La mayor responsabilidad del bodeguero consistía en guardar las uñas de acero que usaban los taladros para demoler.
Una vez le dieron la responsabilidad de manejar el pequeño camión de la compañía para ir a arreglar un asunto a ECUAIRE, y pronto Pulido se arrepintió de aquello, porque a aquel vehículo le fallaban los frenos, y el pedal se iba hasta el fondo, sin que Joey lograra disminuir la velocidad del artefacto. Esto le ocurrió mientras bajaba una loma, y la desesperación en el rostro de Pulido finalmente se reflejó en el grito que dio su tío Walter, que iba sentado junto a él:
- ¡Mejor oríllate que nos vamos a matar!
Luego, pasado el susto, ambos se mataron de risa y siempre recordarían aquel desenfrenado episodio. Pulido no dejaba de recordar lo peligroso que era estar al volante de un vehículo. Siempre recordaba la anécdota de su amigo Flychi. En una ocasión Flychi, que era un diestro piloto de avionetas, mientras manejaba su camioneta sin balde, trató de rebasar en curva un camión, y se percató de que iba a ser irremediablemente embestido por un gigantesco transporte interprovincial, por lo que, con los reflejos de un gato, se lanzó al pequeño hueco de los pies del pasajero de al lado, y aunque todo el vehículo quedó hecho chicle y fierros retorcidos, él se salvó, quedando completamente ileso. Aunque le dijo a Pulido:
- ¡Pucha, brother, sentí que todo el cerebro se me revolvía como gelatina del impacto!
Su tío Walter siempre estaba alerta, vigilando los menores movimientos de su sobrino. En una ocasión, tuvieron un benévolo cruce de palabras, cuando Pulido insistía en aumentar la cantidad de dinamita que había que colocar en los agujeros de la pared de una cantera, para volar despacio y sistemáticamente el pedazo de roca que necesitaban. Pulido decía:
- ¡Pero tío!, ¿por qué no quieres acelerar las detonaciones con más dinamita?
- ¡No!, porque después vas a volar por los cielos con dinamita y todo...
Y luego, venía impostergablemente, el ataque de risa, aunque Pulido, más que resentir, no entendía la falta de confianza de su equipo de trabajo en cada una de las cosas que él hacía. Con el tiempo, Pulido había perdido la fuerza de luchar por sus convicciones hasta lograr convencer o imponer sus puntos de vista. Ahora, simplemente, había decidido dejar de interpretar el papel de guía o autoridad y se sometía sin chistar a las decisiones de los demás. Siempre se quedaba callado cuando lo repelaban, simplemente no respondía ni pretendía que entendieran sus puntos de vista. La verdad es que Pulido estaba cansado de tanta imperfección en la naturaleza humana de los demás: la injusticia, la mezquindad, la ignorancia, el orgullo, el cinismo, el complejo de inferioridad o el orgullo sobredimensionado...
Todos los días, Pulido tenía que madrugar, coger la radio colocada dentro del cargador, y trasladarse en bus para llegar a tiempo al campamento, que quedaba atrás de un colegio militar. Pulido siempre llegaba, cuando los chicos estaban marchando y escuchaba el invariable y aburrido: quier, dos, tres, cuatro de los sargentos.
En una ocasión su primo llegó primero al campamento y desde ahí lo llamó por la radio a Pulido, preguntándole su ubicación y Pulido –que ya venía en camino, pronto a llegar-, le mintió para sacárselo de encima y le dijo que ya estaba ahí y cuando realmente llegó su primo lo sorprendió in fraganti y lo puteó largo y tendido por mentirle.
Cuando llegaba por la mañana, lo primero que Pulido hacía era caminar hasta el hueco de un muro, que limitaba una invasión, caminar por un sendero de tierra, con ríos de aguas negras y nauseabundas, y desayunarse, a base de pan y cola, en una pequeña despensa, que regularmente era atendida por una joven pareja de pobres esposos. Ella lucía una barriga de preñez de seis meses y él era delgado, con aspecto de campesino emigrado a la ciudad. Tenían un hijo pequeño, que todavía no pronunciaba bien las palabras, y Pulido lo llamaba, exagerando el tono de voz:
- ¡Hola CRIATUUUURAAA!
Y el pequeño que se endiablaba rápidamente le contestaba:
- AAAATTTTUUUURRRA...
Todas las mañanas era la misma rutina, y tanto la madre como el padre, se divertían a mandíbula batiente, de la forma en que reaccionaba su pequeño hijo ante las provocaciones infantiles de Pulido.
Luego, asistía a la pequeña comedia, que el chofer ejecutaba al tratar de limpiar aquel grasoso y desastrado camioncito con unas gotas de agua y un trapo sucio. Aquel chofer siempre manejaba el camioncito con la misma prisa paranoica con que maneja el chofer de un blindado repleto de billetes.
De esa manera emprendían la larga jornada de trabajo. Había que pasar por una gasolinera, donde la compañía tenía crédito y comprar el diesel para el día. Aquí, regularmente se facturaba un poco más de lo que se entregaba y el despachador de combustible entregaba un suelto, en efectivo, que se utilizaba para invitar a todos los operadores de rompedoras a desayunar un rico encebollado. En el mundo de la construcción todos robaban con la facturación del combustible. Y lo mismo ocurría con el combustible de las obras públicas.
A veces, la compañía era contratada para demoler algún pedazo de obra, que había sido mal realizada, y los muchachos provistos de guantes y de tapones para los oídos, empezaban a ejecutar la tarea con el subsiguiente estruendo. Pulido aunque supervisaba de lejos y no usaba tapones, pronto se dio cuenta de la necesidad de usarlos porque se estaba quedando sordo.
En aquel trabajo, Pulido aprendió a manejar a grandes velocidades, porque su primo le dio la consigna de manejar una gran camioneta para transportar personal o hacer diferentes diligencias, y Joey manejaba aquella camioneta por las autopistas a unas velocidades inauditas. Pero la mala suerte lo tenía agarrado a Pulido de las pelotas, y como los tubos de las llantas, de aquella camioneta, eran viejos, constantemente se reventaban por el efecto de las armas secretas indetectables de P2 Inteligencia Naval, y Pulido tenía que informar por radio a su primo, que se había quedado botado, tubo abajo, en tal o cual lugar, y su primo furioso le decía:
- Tienes mucha mala suerte...deberías hacerte una limpia, hacerte pasar un huevo o bañarte con azúcar.
En una ocasión, tuvieron que ir a romper el piso de un congelador en STARKIST, y Pulido no resistía el nocivo polvillo que se desprendía del suelo completamente helado. Los trabajadores se quejaban de que no pasaba mucho tiempo sin que le dolieran los huesos por el frío y que a pesar de las mascarillas que usaban el polvillo los asfixiaba.
A Pulido le tocaba vigilar la operación, hasta la hora del almuerzo, entonces los obreros se tomaban la pausa para comer.
Entonces, escuchaba los comentarios sexuales y machistas de estos tipos, en los que, por lo general, hablaban de encuentros peligrosos en bares de streap tease, con pico de botella en mano y de grandes proezas sexuales.
Estos operadores de las máquinas siempre andaban escasos de dinero y aprovechaban cada ocasión para pedirle dinero adelantado al ingeniero Juan Carlos y él, cabreado, e impaciente, les respondía con sarcasmo:
- ¡Ya les voy a poner en el campamento una máquina para que ustedes introduzcan una corcholata y a cambio la máquina les escupa un billete de dólar!
En una ocasión, Pulido y sus chicos tuvieron que ir a trabajar a ANDEC y mientras Joey supervisaba las tareas, un oficial de la marina, seguramente algún funcionario de P2 Inteligencia Naval, estaba allí, parado, mirando a Pulido fijamente, como queriendo llamar su atención o como si no se decidiera a dirigirle la palabra.
En una ocasión, les tocó ir a trabajar a la Molinera, para demoler un viejo muelle, pero había la consigna de conservar las estructuras de hierro que servían de esqueleto a las losas. Era todo un lío tratar de entrar los compresores con las mangueras hidráulicas, hasta el muelle en cuestión y supervisar su demolición. Pulido veía con admiración con qué equilibrio los obreros se paraban en las resbalosas y desnudas vigas de cemento, mientras demolían las losas, y todo esto sin perder el equilibrio y caer al agua. Pulido no se atrevía a meterse a caminar entre esas vigas. Simplemente no tenía el equilibrio para eso.
Pulido estaba entonces obligado a utilizar un casco de obrero, y en las horas de la comida se llenaba las tripas con el encebollado callejero, que vendían los puestos informales de los alrededores.
Aquella fue la operación mejor remunerada que tuvieron todos los chicos y Pulido, en eterna gratitud para con su primo Juan Carlos, le regaló un libro de John Le Carré, titulado: EL INFILTRADO.
Era un libro que trataba sobre un agente de la inteligencia británica, que se infiltra en el mundo de un traficante de armas internacional, que vive en un yate, errante por el mundo, siempre en aguas internacionales. Pronto el agente británico, descubre que es absolutamente imposible atraparlo y ponerlo tras las rejas, aunque sí logra, no sólo rescatar al hijo del magnate de las armas de un secuestro, sino que también logra desbaratar una de sus operaciones ilegales de contrabando internacional de armas.
En una ocasión, Pulido tuvo que ir a una oficina, a recoger un cargamento de cientos de dólares, como pago por el alquiler de unos compresores, que se iban a trabajar a una obra en Galápagos. Pulido se acordó de sus antiguos trabajos de mensajero, donde tenía que cobrar facturas y transportar dólares por toda la ciudad.
En una ocasión fue a cobrar una factura fuerte, de muchos dólares y su jefe sólo le había dado un papelito y el jefe de la compañía que tenía que pagar, le recriminaba de manera humillante a Pulido delante de las secretarias:
- ¡Papelitos, papelitos...tráeme una factura, por favor!
Pero siempre terminaba pagando cuando Pulido lo comunicaba por teléfono con su jefe. Al final, Pulido regresaba a la oficina con los bolsillos repletos de dólares.
Muchas veces, a la hora de la salida, y en especial en los fines de semana, los trabajadores se quedaban en el campamento y se disponían a chuparse una o más botellitas de puro, y siempre lo invitaban a Pulido, pero éste los rechazaba suavemente, porque a Pulido no le pasaba el puro ni de broma. Su vicio era el cigarrillo, que no podía dejar, vicio que cada mañana lo obligaba a encender un último cigarrillo, antes de salir a trabajar. Se había convertido en una rutina el hecho de que Pulido jurara y rejurara a sí mismo que dejaría de fumar, pero ante cualquier crisis de ansiedad volvía a encender uno. En una ocasión fue al santuario del hermano Gregorio y le pidió con fervor inaudito que lo librara, que lo curara del vicio. Pero aquella pausa que consiguió en su adicción sólo duró seis meses. Luego, Pulido, con sumo placer, volvió a encender un último cigarrillo.
En una ocasión, mientras estaban trabajando, picando una calle céntrica de la ciudad, la policía se los llevó a todos los obreros detenidos, por un malentendido, y a Pulido le tocaba ir a la cárcel a traerles comida y frazadas para que los muchachos pasaran abrigados toda la noche. Pero tanto su primo como su tío lo hicieron a un lado y ellos se encargaron de resolver el problema, haciéndolo quedar mal delante de los trabajadores. Pero pronto todo aquel ajetreo laboral acabaría, porque Pulido no era un buen controlador del aceite hidráulico de los compresores. Éstos no tenían en perfecto estado los manómetros, y todo había que hacerlo al cálculo o –como hacía el bodeguero-, sacando una muestra de aceite, para ver su estado y así, al ojo, calcular el próximo cambio. Su primo le dio una fuerte repelada en la oficina y lo terminó botando del trabajo, previa una pequeña indemnización. Desde el principio le había dicho que aquel trabajo no lo debía tomar como un favor familiar sino como una responsabilidad seria y que a la menor falla quedaría despedido.
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